LVI. ¿Jugamos?

 


¿Jugamos?


Me quiere, no me quiere…

No me quiere, me quiere…

La marcha de las margaritas en el mártir de demasiada zozobra.

De niño, había veces donde mi día se comprimía en dormir en la sombra

Y jugar como si las flores llegaran a ser compañeras del alma,

Mientras las horas se convertían en simples risas de alta alarma,

Llegó esa niña quien no conocía, pero sentía conexión como pinos albinos.

Dos horizontes chocando, y de pronto, abre su boca para escupirme directamente

“¿Jugamos?”


Y de ahí, la sombra escaseaba del espacio que convertimos en la fortaleza templaría.

Nos escabullíamos como diablillos haciendo jugarretas como la infancia decía.

Era la mar de alegría, era esa tempestad impertinente que poco y llegaba a derrumbar

Toda nuestra ciudad que en cualquier instante se acostaba de nuestro aullar.


Yo la veía, y ella me veía; ambos riéndonos con el aire de nuestro diente inexistente

Silbando esa dulce canción de cuna que mi madre cantaba inconsciente.

Era una hipnosis eterna, pero era el sueño que me hubiera atascado por siempre;

Mientras ella luchaba con los otros niños, yo la veía aunque suene el timbre.

En el mismo salón, los dos alocados impulsivos que cualquier adulto sería su fiebre.

No me importaba nada, ni pintar estrellas, ni tener que aprender números;

Mientras ella siguiera jugando conmigo, otros compañeros solo eran aburridos.


Nos reuníamos diario, como si fuera palabra de sangre escrita en lápiz carmesí;

Me lo tragué, por pensar que así diario sería así.

Un día, ella nunca llegó, ni ella; ni el eco de su voz en este amplio bosque descomunal.

Me entristecí, y ahora la sombra me parecía innecesariamente grande para mí.

Volví a jugar con esas margaritas, pero ellas solo estaban escondidas.

Quise buscar las nubes, para hablar con ellas, pero ni sus luces.

Varias semanas pasaron, y yo de curioso dibujaba aventuras fantasiosas;

Las quería realizar contigo, de aquí hasta las más grandes ideas.

Veía a todos como borradores que solo me quitaban ánimos;

Pero tú, tú, eras el lápiz que rellenaba mi basto cuerpo para ser feliz;

La hoja de blanco parecía más mi autobiografía de anécdotas que creé por tus asombros.


y…

…y

…y

Repetía cada vez esperando en la puerta tu llegada,

Queriéndote sorprender con las cosas que salieron de mi cabeza,

Repasando los miles de onomatopeyas para darte esa confidencia.

No importaba la imprudencia, aquí importaba la iridiscencia.

Ese yo de pequeño, que quería tu compañía para explorar nuevas historias.

Quien diría que recibí una visita, toda menos con tus rodillas enlodadas.

Tu mamá, hasta parecía estar encapsulada en un azul que nunca había visto.

Ella llegó, y me emocioné pensando en que, en cualquier segundo,

Correrías a la puerta a recapitular la semana en la que te habías ido.

Ojalá así hubiera sido.

Yo no recuerdo mucho, para que hacerte la duda larga.

Solo tengo en mente tu pequeño lapicero que me había heredado tu mamá,

Luego de ello, miles de acuarelas saliendo de mis ojitos.


No sé donde estás, y si seguirás aquí más.

Te extraño, y siento en cualquier momento tu regreso.

En el mismo sitio donde la sombra se acoplaba,

Donde las margaritas danzaban,

Donde las nubes llegaban y se iban.

Donde esperaré por las hojas que se caerán:

Donde tú y tu energía tan adictiva digan:

“¿Jugamos?”

-Ricardo Antonio Mena Madera

 


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